El vuelo desde Ayers Rock a Melbourne había llegado puntual; nuestras maletas también y el coche de alquiler nos esperaba a punto para iniciar nuestra ruta por la Great Ocean Road. Pronto dejamos atrás el tráfico de Melbourne y enseguida nos asomamos al mar a la altura de Bells Beach, pero nos contentamos con verla desde un mirador.
No íbamos con prisa, pero sí teníamos que hacer varios kilómetros antes de la puesta de sol; avanzar camino para los días siguientes, de modo que pasamos por alto casi toda esta zona, con la mente puesta en el motel que habíamos reservado en Lorne.
No obstante, teníamos una cita con los canguros del campo de golf de Anglesea, los únicos que veríamos durante todo el viaje por Australia. Aparecen en todas las guías de viaje, y por lo visto es fácil encontrarlos descansando sobre el césped del campo.
Aunque hay tours organizados, nos contentamos con velos a través de una verja, junto a la carretera. Son canguros grises orientales, la especie típica del sur del país, de la que se estima que hay millones de ejemplares. Los machos pesan unos 60 kg que reparten entre dos metros de envergadura. Superan los 60km/h, pueden saltar ocho metros de largo y dos de alto, y suelen vivir en grupos de hasta cien individuos.
Como digo, fueron los únicos que vimos, a pesar de que son abundantes. Quizás hacía demasiado calor durante las horas centrales del día, ya que ellos prefieren moverse al amanecer, al atardecer o por la noche. Hay más información en esta página.
Retomamos la carretera de la costa para acercarnos al faro de Aireys y a la reserva costera de los acantilados de Lorne, justo a tiempo de ver los rayos del sol sobre las rocas.
Llamamos al motel para avisar de que estábamos cerca y nos recomendaron cenar en Lorne, porque en esta zona del mundo, los restaurantes dejan de servir pronto. Tuvimos suerte con el sitio, la comida fue estupenda, al igual que la cerveza.
Al llegar al motel nos esperaba una caja de bombones. Y es que la dueña nos había confundido horas antes al teléfono con un cliente que había cancelado en el último momento y me costó Dios y ayuda convencerla de que nosotros no teníamos nada que ver. De hecho, estaba tan alterada que no me escuchaba; fue su marido el que puso un poco de cordura en el asunto. Y, claro, la señora quería disculparse.