Hay
paisajes que nos atrapan a pesar de su aparente sencillez. Unos pocos colores
parecen bastar, mientras las horas transcurren allí como si fueran minutos. El
sur de Australia es uno de ellos, como pudimos comprobar en noviembre de 2017.
Dejamos
atrás Port Campbell con cierta renuencia, pero era momento de seguir camino por
la costa, porque aún nos quedaban muchos sitios por ver.
Nuestra
primera parada sería la Bahía de los Mártires, que forma parte de un tramo de
costa protegido más grande, que abarca 33 km de largo. Allí hay dos caminatas
muy sencillas de hacer, la que lleva a Halladale Point y la que transcurre por
la espléndida playa. La tarde anterior habíamos llegado hasta aquí, pero ahora,
con la luz de la mañana el paisaje es más acogedor.
Es,
como digo, un área protegida en la que entre otros animales pueden verse focas
y pingüinos, pero nosotros no tuvimos tanta suerte, por lo que hubimos de
conformarnos con otros alicientes, como el viento y las olas. Los primeros
vienen directamente de la Antártida, sin que ningún obstáculo pueda detenerlos
y cuando hay tormenta pueden formar olas de 30 metros de alto. Debe ser todo un
espectáculo.
Tamaña
fuerza de la naturaleza esculpe sin cesar los acantilados, erosionando las
partes más blandas, por lo que las más duras quedan como columnas e islotes de
piedra caliza, donde anidan las aves.
Los
Kirrae Whurrong son aborígenes que han vivido aquí durante milenios, atraídos
por la riqueza natural del entorno y la facilidad de encontrar abrigo y comida,
pero tampoco nos encontramos con ninguno de ellos. No en vano, el contacto con
los primeros europeos motivó el declive de su población hasta niveles dramáticos,
de modo que fueron trasladados en busca de una mayor protección y una mejor
educación que permitiera su integración. Contrariamente a lo que sucede en
Nueva Zelanda, los nativos australianos no parecen tener mucho protagonismo en
la sociedad moderna.
Mientras
tanto, el mar crea y destruye nuevas esculturas, en un proceso interminable. La
frágil roca caliza comenzó a formarse hace entre 10 y 20 millones de años, en
el Mioceno, cuando esta parte costera se encontraba sumergida, formando capas
de distinta dureza que son las que vemos hoy en día, erosionándose a ritmos
diferentes.
El mar
va encontrando su camino y se adentra en la tierra como un conquistador
implacable, ofreciéndonos bellas formaciones rocosas que no pueden perdurar
mucho.
De
haber dispuesto de más tiempo, nos habría gustado bajar a las playas para explorar
las muchas cavernas, pero hubimos de contentarnos con visitar los miradores,
teniendo cuidado, eso sí, de no salirnos de los senderos. Aquí la tierra es
frágil, y no conviene acercarse demasiado al borde, aparte de que al ser un
lugar protegido hay que respetar la fauna y la flora.