Este templo está en una región remota de Camboya, justo en la frontera norte que el país comparte con Tailandia, tan cerca que todavía muestra las secuelas de varios obuses que fueron disparados sobre las ruinas.
Ya me conocéis, si hay algo fuera de las rutas más trilladas, algún lugar poco visitado por los otros turistas que, sin embargo, merezca la pena, para allá que voy. Mi amiga piensa igual, de modo que basta con que uno lo proponga para que el otro se apunte.
Porque llegar a Preah Vihear no es fácil. Creo que ya os lo dije en otra entrada, mencionando que también te permite conocer lugares de Camboya más auténticos, menos visitados.
El santuario está construido al borde mismo de un enorme precipicio, en lo más alto de una colina sagrada que se llama Pey Tadi. Se puede acceder subiendo una escalera moderna que sustituye a otra más antigua y más peligrosa, pero nosotros optamos por la vía fácil, usando uno de los todoterrenos que te suben y te bajan. También se puede acceder en moto, pero la carretera es tan empinada en algunas zonas que usar un vehículo convencional queda descartado y es mejor agarrarse al asfalto con cuatro ruedas tractoras.
La frontera está tan cerca que podemos divisar la bandera tailandesa en lo alto de otra montaña, ver a los soldados destacados y escuchar la música de sus radios. En el lado camboyano atravesamos una zona cubierta de trincheras, recuerdo de una guerra relativamente reciente entre ambos países que tuvo que ser dirimida por el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, como bien nos recuerda la Wikipedia.
La planta del templo es alargada. Nosotros comenzamos la vista por su parte más externa y vamos subiendo por una amplia calzada que conecta las gopuras (entradas). Además de nuestro guía habitual hemos contratado otro local que enseguida entiende que con nosotros no valen las prisas y que la propina irá creciendo en función de los minutos transcurridos.
Porque el templo es enorme, y a pesar de su evidente deterioro, esconde muchos rincones interesantes. Perspectivas fotogénicas, textos grabados en sánscrito en las paredes y relieves que cuentan historias relacionadas con el culto hindú.
Declarado como Patrimonio de la Humanidad en el 2008, su origen se remonta al siglo XI y está dedicado a Shiva.
En realidad, es un complejo de santuarios que se van sucediendo montaña arriba a lo largo de 800 metros hasta llegar al templo central. Poco a poco, pues no hemos venido hasta aquí para verlo de pasada, vamos atravesando las diferentes puertas, admirando los relieves, las ventanas, las bibliotecas y una naturaleza que pugna por invadirlo todo mientras es mantenida a raya a duras penas.
Los propios camboyanos reconocen que, sumidos en sus propias guerras, no habían prestado mucha atención a este santuario. Por otra parte, las fronteras trazadas al terminar la Segunda Guerra Mundial eran lo suficientemente difusas en esta parte del mundo como para generar disputas. Tailandia decidió abrir el lugar al turismo, vendiendo entradas, y así fue cómo se dieron cuenta los camboyanos del tesoro que tenían desatendido.
Si bien la zona era peligrosa hace unos años, ahora es tan segura como puedan serlo otras partes del país. Por otro lado, hay que reconocer que el templo, bien preservado gracias a su inaccesibilidad, es una joya de la arquitectura jemer. Ello contando con que en algunas zonas nos encontramos con un verdadero puzle de piedras.
Una vez se llega arriba del todo encontramos una galería donde se supone que se reunían los fieles para participar en los ritos. Nos encontramos en el borde mismo de la montaña de la octava foto y vemos ante nosotros la selva y los barays (embalses).
A nuestra espalda queda el otro extremo del templo, donde unos monos dan cuenta sin demora de algunos plátanos.
Se puede regresar al aparcamiento por un atajo, pero nosotros decidimos desandar el camino por el interior del templo. A esa hora del día la mayoría de los turistas estaban de regreso, de forma que tuvimos amplias zonas del santuario para nosotros solos, pero eso os lo contaré en una segunda entrada.